ENTRE LOS MUERTOS EN UNA LENGUA MUERTA. Una espiritualidad atea es posible. No solo es posible sino también necesaria. El primer paso que deberíamos dar es el de construir una ética personal, individual, que tenga en cuenta lo colectivo, lo social y el reconocimiento del otro como algo diferente pero a la vez respetable. En unas pocas décadas hemos pasado de “la sociedad del espectáculo” (Guy Debord) a la insaciable sed de lo espectacular, de la apariencia: consumismo, por lo tanto somos; incluyendo el impulsivo consumo cultural. No somos seres pensantes, sino consumidores devoradores de espejismos, de apariencias. El ser es el aparentar lo que no somos; un estar que nos aleja cada vez más de un ser verdadero. La mercantilización del cuerpo y del pensamiento, es una de las herramientas más poderosas de la economía salvaje: no pensamos sino que consumimos. Las religiones y las ideologías son puro espectáculo; un espectáculo cruel que está matando a miles de personas en todos el mundo. Una creencia es un ciego sometimiento a unas directrices del poder económico que nada tienen que ver con el origen de las religiones y de la espiritualidad. Es obvio el fracaso de una religiosidad, una espiritualidad y una ética que no tienen en cuenta al otro, a lo diferente, como una oportunidad para crear un mundo mejor, un enriquecimiento no material sino ético, espiritual, real, cotidiano. El otro me quita lo que considero como “lo mío”, pero este territorio de la mismidad no tiene límites porque nos creemos los “dueños” del mundo; ya sea este un territorio cercano o un territorio remoto. Según nos manipulan los poderes mediáticos, políticos y económicos, no somos nadie si cedemos un milímetro de nuestro territorio. ¿Pero quién define ese territorio sino el lenguaje de las lenguas muertas, de las religiones muertas, de las ideologías muertas?